Sintaxis de la convivencia por Antonio Álvarez de la Rosa

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Llevo muchos años escribiendo en los periódicos con la finalidad de ofrecer una reflexión sobre lo que veo y pienso. Siempre he procurado hacerlo desde el espíritu crítico y, por supuesto, evitando todo ataque personal. Cuido las formas porque estoy convencido de que ahí está el verdadero fondo del pensamiento. Lo expresado con vulgaridad es, irremediablemente, vulgar. Paso a paso y sin descanso, una parte muy considerable de nuestros conciudadanos se ha ido acostumbrando a la bronca, a la grosería y a la mofa, cuando no al insulto, a la agresividad y no al diálogo, a ser más ocurrente, pero no más inteligente. Cotizan poco en la bolsa de valores cívicos los intentos de ofrecer ideas –acertadas o no, esa es otra cuestión-, de invitar a pensar y ofrecer otros puntos de vista.

De ahí que, en pleno debate parlamentario sobre el Proyecto de Presupuesto para el 2023, o sea, sobre el esqueleto, músculos, tendones y carne de nuestro cuerpo estatal, se me pusieran de punta los pelos políticos al escuchar a una diputada de Vox. No porque estuviera en desacuerdo con el Gobierno de España y expusiera la idea de su partido para mejorar muchos de los aspectos de la vida social y económica de sus conciudadanos, sino por la insultante violencia contra la ministra de Igualdad, democráticamente elegida por cientos de miles de ciudadanos. “Las palabras son siempre más anchas que los labios/, mayores que la ausencia y que la infamia”, escribía el poeta Luis Feria en uno de los poemas de Conciencia (1962).

Recordé entonces -¡ay la maldita y bendita memoria!– una entrevista televisiva, emitida en 2007, con el fallecido Manuel Marín, presidente de las Cortes españolas (2004-2008). Ya entonces -o sea, hace algo más de tres lustros-, sus palabras sonaban a ‘rara avis in terra’, al menos, en el territorio de la política española y partidista. No me extrañó, por ello, su firme propósito de dedicarse a otras actividades una vez cumplida su tarea institucional. Cerró la entrevista con una reflexión con la que me sentí y siento plenamente identificado. Ante el abismo de la nada que supone para demasiados el abandono del poder, Manuel Marín sostenía que solo se puede ser independiente si hay vida después de la política.

Más allá del erotismo del poder y demás debilidades humanas, es este quizá uno de los males más profundos que aquejan a la democracia española. El enquistamiento y la consiguiente endogamia partidista de quienes, una vez expulsados del templo político, nada o muy poco son y representan, impiden el espíritu crítico, el diálogo y la consiguiente riqueza comunitaria. Cuando en la calle laboral hace mucho frío y no se dispone de un abrigo profesional, se es capaz de cualquier trapacería con tal de resistir entre las murallas cálidas de la partitocracia. De ahí los lamentables espectáculos que ofrecen los Parlamentos de aquí, de allá y hasta de acullá.

Estoy convencido de que el ejercicio de la política es esencial, no solo por la capacidad de gestión que se tenga, sino también por la enseñanza que de él debiera desprenderse. Cualquier actitud o forma de proceder tienen un eco inmediato a través de las redes sociales y de los medios de comunicación.

Desde el Rey hasta el último portavoz parlamentario, desde los líderes nacionales hasta los representantes locales, casi nada de lo mal dicho pasa inadvertido a los ojos y oídos de la ciudadanía. Actuar en una reunión internacional -recuérdese el “¿Por qué no te callas?” del ex rey Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana de Chile- como si se compartieran unas cañas de cerveza puede ser muy humano, pero solo conduce a inculcar, aunque el interlocutor dé muestras de campechanía, que lo fundamental no son las ideas, sino el puñetazo sobre la barra del bar. Los aspavientos desde las tribunas y asientos parlamentarios minan la credibilidad, no solo de quienes los practican, sino de las instituciones.

Hace ya demasiado tiempo -tres décadas, digamos-, empezó a fallar estrepitosamente la acción de los partidos políticos o, mejor dicho, su desdén activo por el buen uso del lenguaje, uno de los más sólidos cimientos de la casa común, indicador inequívoco de la buena vecindad, barómetro del respeto, el diálogo, el debate estrictamente ideológico allí donde sea necesario.

En el Parlamento de TODOS los españoles se ha alcanzado tal temperatura, cercana al incendio, que uno incluso se ruboriza al utilizar conceptos que parecen reliquias dialécticas. Sin embargo y mientras no se demuestre lo contrario, sigo creyendo que esas son las zapatas sobre las que se puede mantener el equilibrio social, la posibilidad de vivir juntos más allá de las diferencias y más acá de las identidades herméticas.

En la gramática de la globalización política hemos suprimido el capítulo de la sintaxis de la convivencia y de ahí que me parezca un ejercicio de hipocresía alarmarse por el deterioro de la tolerancia en la calle, cuando desde los salones políticos se invita a la violencia verbal y no al diálogo. No es casual, por lo tanto, la aceleración de lo peor –la descortesía, la falta de respeto, la ley de la selva- en una época y en una España que es mucho mejor de la que teníamos solo hace unas pocas décadas

Catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…

Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.     

Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía.

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