Recuperar el pasado

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En mi confinamiento voluntariamente prorrogado, el gemido de las tórtolas americanas se ha convertido ya en un eco rutinario, como hace poco lo era la estridencia del tráfico rodado. Y el horizonte, ahora ya brumoso y enmarañado por el avance categórico del calendario, también ha mutado en lienzo conocido y cotidiano de lo que antes era gozoso ornamento visual para solaz efímero de fines de semana. El verano, este verano triste y deslucido, ya quedó muy atrás: la parra virgen va mostrando su alopecia mientras las hojas montan en esos invisibles y cambiantes tiovivos que arrastran por el suelo los silenciosos engranajes del otoño. Y los rosales han vuelto a florecer, pero  en un hálito postrero, con esa escasez de pétalos que denota un evidente alejamiento de su lozanía primaveral, como  agotadas hormonas que presagian el final irrefutable de la juventud.

Por qué será que octubre tiene esos atributos nostálgicos. Hace días que me entrego a la melancólica tarea de hurgar en un pasado fenecido, tratando de encontrar las trazas de añejas vivencias escondidas tras los rostros desvaídos de gente que conocí. Puede que haber cambiado de entornos geográficos a lo largo de la existencia acentúe este impulso –claramente delator de una senectud acechante- de reencontrar los pasados por donde uno transitó. Ahora las herramientas tecnológicas ofrecen canales de indagación impensables hace pocos años, cuando esos tiempos pretéritos morían inapelablemente, dejando solo el poso descolorido de la evocación. Pero  Internet es una especie de alucinante vitamina capaz de resucitar hasta amistades muertas hace decenios. La tarea consiste en tratar de recordar los nombres y apellidos, una actividad o una antigua vinculación de quienes un día formaron parte de nuestra vida (compañeros, profesores, vecinos…), y llevarlos a los motores de búsqueda de navegadores y redes sociales, como quien eleva una plegaria entrecomillada a ese altar mágico capaz de ofrecer revelaciones divinas. No es fácil, pero puede lograrse. Con este propósito me he sorprendido a mí mismo anotando apellidos sacados de olvidadas orlas universitarias y hasta compañeros de promoción recluidos de por vida en las páginas amarillentas de un Boletín Oficial del Estado.

Así, cuando la suerte nos sonríe con una fotografía, comprobamos satisfechos que no solo nosotros hemos sufrido los estragos del tiempo. Otras veces esta diabólica búsqueda nos lleva al trágico desenlace de un obituario o al austero mensaje de una esquela. Es el destino. Y, finalmente, el efecto más apasionante de estas enfermizas indagaciones es la criba que suponen las tentativas de nuevo contacto. Muchos rehúyen  el mismo, considerando sacrílego sacar de su contexto temporal las interacciones que tuvimos antaño, despachándonos con la displicente respuesta del silencio y considerándonos como una especie de alienígenas indiscretos llegados desde el más allá. Por eso es una reconfortante recompensa, por ejemplo, poder volver tomar una cerveza después de más de 40 años con aquel compañero de la mili que compartió con nosotros las furias del sargento Seglar. Es como conseguir un doble objetivo en etapas tardías de la vida: vencer a un elemento tan inexorable como el transcurrir del tiempo y recuperar amistades encerradas en la crisálida del olvido.

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