Sus Majestades los Reyes han llegado este año en globo a varias ciudades, como Sevilla, Cáceres, Córdoba o Gijón. No sabemos si el viaje dese Oriente ha durado cinco semanas, como en la novela de Julio Verne, pero los pajes han usado esta vez escalas colgantes para bajar a las ventanas y balcones, con tal de no pisar tierra, ante las noticias alarmantes que les llegaron de una gran calamidad que azotaba a la Humanidad.
Esta metáfora puede resumir lo que nos ha ocurrido en el año que jamás imaginamos. Porque ¿alguien vislumbraba acaso unos Reyes sin cabalgata o con cita previa para atender a los niños con su carta? ¿Quién sospechó alguna vez que tendríamos que confinarnos en casa durante semanas y respetar toques de queda como en las guerras? Han bastado unos meses para acostumbrarnos a ver rostros tras mascarillas, como si fuera un nuevo tocado impulsado por la moda. Empezamos a considerar normal no estrechar manos ni abrazarnos, ir zigzagueando por la calle para evitar cualquier roce, dejar de ver a los amigos y hasta a la familia en unas fechas tan señaladas como las que acaban de terminar. La realidad ha superado ampliamente a algunos pasajes de aquellas películas catastrofistas sobre letales pandemias que un día vimos en la butaca de un cine, y lo ha hecho con una aparente naturalidad que a mí se me antoja siniestra, pues de la misma forma, tras un inicio de irrealidad, asumiríamos después estoicamente otros eventos malignos de los que también se ha ocupado la ficción.
Hay quien piensa que este fenómeno denota una buena adaptación de la Humanidad a adversos cambios en el medio, con una rápida (y obligada) mutación en nuestros hábitos y patrones de comportamiento, cosa que es más difícil de percibir en el resto del reino animal, y que mientras esas alteraciones no revistan la gravedad que nos lleve a una situación de colapso de especie, podremos ir saliendo a flote como Homo sapiens. Pero ojo, hay otros especialistas y pensadores, desde Einstein a Eduald Carbonell, que ya avisaron de que si no aprendemos de estas crisis que nos ponen ante el espejo (en este caso sanitaria), si no se adoptan cambios estructurales a nivel global, será más difícil en el futuro afrontar calamidades del tipo que sean. Por ejemplo, los consensos sobre el cambio climático siguen siendo muy insuficientes. Cuando hace unos años salimos a las calles a gritar “no a la guerra”, nos referíamos en realidad a todas las guerras, al peligro nuclear, a la fragmentación del planeta: era un grito de la especie humana. Y no aprendimos, puesto que se recrudece por momentos la política de bloques, los nacionalismos y las guerras arancelarias que nos empobrecerán, con otras crisis latentes, como la alimentaria. El hasta ahora país más poderoso de la Tierra, los Estados Unidos, afronta ahora revueltas más propias de repúblicas bananeras. No sé qué tiene que pasar para que el mundo se dé cuenta de que somos una especie única, y tomar decisiones en esa línea en lugar de seguir enfrentándonos tanto en ámbitos internacionales como domésticos; ya ni siquiera una pandemia global nos abre los ojos. Cada vez parece más quimérico aquello de que “la pandemia nos hará mejores”. Y todos desearíamos que el año que viene los Reyes Magos llegaran de nuevo en camello, como Dios manda.