Frío y pobreza

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En la cama éramos como fetos envueltos en la placenta blanquecina de aquellas sábanas que estaban como “meadas” al acostarnos. La cabeza permanecía largo rato en el interior del habitáculo y nuestro aliento constituía un modesto aire acondicionado a bocanadas que buscaba la necesaria y mínima calidez compatible con el sueño. Ya por la mañana, a la precaria  luz de la amanecida, nos convertíamos en perezosos imagos que remoloneaban al abandonar la crisálida artesana nocturna. Quitarse el pijama para vestirse era como una competición de velocidad que solíamos completar en tiempo récord, mientras el vaho de la respiración era visible aun dentro de casa. Y aquel Colacao humeante con galletas Mayuca era uno de los pocos momentos placenteros de la jornada, pues además en las faldas de la camilla se podía uno arrebujar al amor de un brasero de picón recién “echado” antes de coger la cartera para ir al colegio.

Las modas para el abrigo de antaño solo daban para medio cuerpo: las sufridas piernas jamás gozaban de envoltorio alguno y el martirio de los sempiternos calzones cortos dejaba a la intemperie aquellas  rodillas afligidas que verían prorrogado su tormento con los embates inmisericordes de la piedra pómez. Cuando las borrascas invernales no tenían nombre de mujer y Mariano Medina no era un  showman del tiempo sino un meteorólogo con mapas de cartulina, también los sabañones adornaban nuestras orejas como rojos faros inmarcesibles delatores de una prolongada exposición a los elementos.

He recordado estas estampas  con la tonalidad sepia que dan los años, coincidiendo con estos días crudos del invierno en los que se  habla recurrentemente de la pobreza energética. A mí me parece este un concepto un tanto eufemístico, no porque pertenezca a una generación que la sufrió cada invierno (como muchos de ustedes, según las latitudes donde habitaran y siempre de acuerdo con los parámetros actuales), sino porque, a mi juicio,  aporta una visión sesgada y poco útil de la realidad. Quien no dispone de medios para calentarse tampoco los tiene para comprar libros o ir al teatro, y sin embargo no se habla tanto de pobreza cultural. Tampoco se suele hablar de pobreza alimentaria para referirse a quienes ven reducida la riqueza de su dieta por falta de recursos. Hablemos, pues, de la pobreza por antonomasia, despojada esos apellidos que no hacen sino redundar en el foco de la escasez; si hipotéticamente acabáramos con la pobreza desaparecerían automáticamente los fenómenos a ella asociados, ya sea invierno o verano. Pensando en el bienestar de los que menos tienen está muy bien eliminar los cortes de energía eléctrica por impago ineludible, igual que suavizar los desahucios de los que no pueden afrontar la hipoteca.

Pero estas medidas de atención social no son más que apagafuegos temporales que nunca llegan al origen de las llamas. En un país desarrollado como España se dan (teóricamente) las condiciones para que no hubiera pobres, según lo entiende la OCDE: ya no hay desnutrición severa en la infancia, existe cobertura universal y gratuita de salud, acceso universal a la educación, tributación progresiva, a las que se van incorporando transferencias monetarias en forma de rentas básicas y otros subsidios. Por consiguiente, es bastante posible que lo que esté creciendo no sea tanto la pobreza en sentido lato como la desigualdad. Tener una vivienda en propiedad o un alquiler usurero. Tener un coche nuevo o uno decrépito. Tener sanidad privada de alto standing o listas de espera de dos años para operarse. Existen becas para acceder a la universidad, pero no estímulos en las familias que menos tienen para hacerlo realidad. La pobreza en nuestro hemisferio ya no es hambre física, pero cuanta más distancia percibimos con los que más tienen, más pobres nos veremos, aunque tengamos un smartphone de última generación.

 

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